Llevo días, semanas (o muchos años, quizás) repensando y cuestionándome el
por qué y el para qué de la enseñanza, de mi trabajo, de ser una pieza más en
el engranaje de esta gran maquinaria que es la educación.
Siento que necesito coherencia en mi actuación y me siento a gusto cuando las
piezas del puzle encajan y me encajan.
Cuando hago una actividad en el aula y veo que es adecuada a la edad de
mis alumnos, que es cercana a sus intereses, que les gusta, que hay una
parte de motivación interna. Me encanta cuando van transcurriendo los
meses con mi grupo y detecto cierto desplazamiento del locus de control, de
externo a interno.
Me da alegría cuando, en la medida de lo posible, es el deseo de
aprender el que prima por encima del deseo de enseñar. Me cuestiono para qué
estoy en el aula, para qué están ellos en el aula también. Me pregunto si es
más importante que adquieran un algoritmo matemático o que preserven una sana
autoestima del “yo soy capaz” aunque tarden dos meses más que el resto de sus
compañeros. ¿Para qué tanta prisa? Es como el conejo de Alicia en el País de
las Maravillas, así veo a veces el currículo escolar en primaria (y en
infantil), prisa, prisa, cuanto antes mejor… ¿mejor para quién?
Como lingüista me asombro hasta el límite cuando se proponen contenidos
gramaticales en los dos primeros años de primaria. La capacidad de reflexión
metalingüística se adquiere con los años, es un proceso natural en el ser
humano y se da cuando el conocimiento de la lengua propia está asentado,
alrededor de los doce años. Entonces me planteo: para qué tanta prisa.
Coincido con muchas compañeras de camino en que lo importante de los
primeros cursos de primaria es que se asienten bien las bases, los cimientos,
una lectoescritura competente y las primeras operaciones de cálculo afianzadas.
Lo demás vendrá, con el tiempo, con las propuestas de los docentes, el
engranaje está ahí. Pero sería maravilloso que se respetaran estos tiempos, que
se fomentara la curiosidad y el asombro ante el mundo que les rodea sin
necesidad de hacer una intelectualización tan temprana, que vivencien procesos,
no conceptos.
Eso me fascina en mi labor, ver la alegría en los niños cuando tienen
tiempo de experimentar y de vivenciar. Así pueden elaborar su aprendizaje,
porque es profundo, es sentido, es acorde a su edad y a su madurez infantil
(valga el oxímoron).
Mi propuesta sería esa, volver a lo lento, propongo el slow
currículo. Así como la slow food triunfa ante la
comida rápida sería interesante que dejáramos de atragantar-nos todos ante el
exceso curricular, el exceso de exámenes, de deberes y recuperar lo humano en
la educación. Lo que es abarcable en cada momento y saborearlo.
Sentir que la escuela es un camino tranquilo, fascinante, en el que los
ritmos diferentes son bienvenidos, mantener la ilusión infantil ante el mundo,
preservarlo y acompañar desde ahí. Sentir que el maestro, la maestra que
acompaña al grupo también está caminando, que nos construimos a diario junto a
ellos también. Así nos bajamos, me bajo, del pedestal y puedo preguntarme cómo
me gustaría que me explicara esto mi maestra, ponerme en sus zapatos y desde
ahí actuar. Cuando lo hago así me siento bien, siento que las piezas encajan,
al menos las de mi puzle, que no tiene por qué ser para todos igual.
A veces, sentada aquí en el claro del bosque me planteo todas estas cosas,
sueño, leo, divago… y me siento muy agradecida del trabajo tan bonito que
es ser maestra y aprender tanto cada día.